El Padre Coloma pone epilogo a su obra
contraponiendo el final de Isabel Tudor al de María
Estuardo. Efectivo recurso para mostrarnos la personalidad real
de cada uno de estos dos históricos personajes. La una, María,
crecida, mayestática, vestida de rojo , tranquila por la esperanza de alcanzar la Infinita
Misericordia de Dios. No había cumplido los cuarenta y cuatro
años.
La otra, la maléfica y avara
Isabel, vivió los últimos diez días de su vida
sumida en un letargo. Tenía setenta años. Pero qué
mejor que las propias palabras del Padre Coloma para describirnos el
final de esta mujer :
“Sobrevivió
Isabel a María Estuardo poco más de trece años,
y durante ellos vio la bastarda halagada su soberbia con el
engrandecimiento de Inglaterra, y saciadas sus pasiones con la larga
serie de favoritos que, sin disputas ni controversias, le señala
la historia: Leicester, Flatton, Walter Raleigh, Pickering, Carlos
Blount y el conde
de Essex Roberto Devreux”
(...)firmó la sentencia de
muerte, y el hermoso favorito fue decapitado en la Torre de Londres,
a los treinta y cinco años, el 25 de febrero de 1601.
Desde entonces, poseída
Isabel de mortal tristeza, arrastrose más bien que vivió,
por todos sus palacios, sin permanecer más de un mes en
ninguno, y ni volvió a prestar atención seria a los
negocios, ni hubo para ella placer ni distracción alguna.
Sombría y más feroz e irritable que nunca, veíasela
vagar sola por lugares apartados, y encontrábasela a menudo
derramando copiosas lágrimas. Decayeron sus fuerzas
visiblemente al cumplir los setenta años, y a principios de
febrero de 1603, trasladose de Westminster al castillo de Richmond,
que era una de sus residencias favoritas.”
“(...)no volvió
a separarse del tapiz en que se había echado. Trajéronle
unos cojines, y en ellos se reclinó, y pasados los primeros
transportes de ira y de rabia, quedose allí mismo, inmóvil
y silenciosa, poseída de esa sombría desesperación
que infunde en los ánimos soberbios el pensamiento fijo y
constante de las cosas que pudieron ser y por nuestra culpa no
fueron, y que ya no tienen remedio.
Diez días y diez
noches pasó en aquel mismo sitio, como idiota, sin pronunciar
palabra ni variar de postura, chupándose, sin cesar, un dedo
de la mano izquierda, siempre el mismo, con los ojos desencajados y
fijos en el suelo. A veces daba gritos por el ardor horrible de
estómago que la atormentaba; mas rechazaba también los
alimentos, y sólo bebía, de vez en cuando, con dolorosa
ansia, algunos sorbos de agua pura. Veíasela morir, y
rodeábanla sus damas, aterradas sin osar acercársele
mucho, temiendo los ímpetus de sus terribles iras, como se
teme la proximidad de una pantera enferma, mientras puede extender la
potente zarpa. Acercósele el arzobispo hereje de Cantorbery
para exhortarla a implorar la misericordia divina; y la Reina movió
por dos veces la cabeza, y balbuceó otras tantas, sin sacarse
el dedo de la boca:
-¡Ya hago!... ¡Ya hago!...
Y sin una palabra de arrepentimiento,
ni de perdón que pidiese, ni de consuelo que le fuera
menester, se apagó su existencia lentamente, en aquella misma
postura, al amanecer del jueves 24 de marzo.
Así murió Isabel, y así
cayó su negra alma en lo eterno, (...)